Cuando Cheik hizo en barcaza el recorrido de la huida, del frío y del miedo, que lo alejaba de su terruño senegalés, era demasiado pequeño para entender lo que sucedía. De aquellas horas o días, quién sabe, sólo recuerda colores y melodías. Los colores de los vestidos de su tierra, que desembarcaron rotos por la dureza del trayecto y por el desgaste del salitre del mar. Las melodías en forma de nana que le entonaba su madre y acurrucaba así su desamparo.
Con los mismos ojos de niño ha contemplado la fiesta de estas semanas en nuestra isla. Unas fiestas con color y melodía de nana.
El color de cada traje, sea de acróbata, enano, minué o carro; lleve el tono canario de la vestimenta de quien sube o baja un trono; sea el uniforme de quien custodia la virgen o el indispensable atuendo de quien organiza una procesión, garantiza la seguridad de cada acto o se encarga de iluminar, engalanar o limpiar nuestras calles; el color de cada arco o bandera, de cada paño que cuelga de un balcón; la tonalidad del atrezzo de cada baile o de la pañoleta de cada corsario; la decoración de cada calle o la policromía artística de cada exposición.
Por supuesto, ¡cómo no! el color de cada sábana que ha salido del armario para arropar a quien se ha hecho huésped de nuestro hogar en estas semanas. Y, no podría faltar, el color de cada una de nuestras casas mayores, nuestros templos, que hicieron hueco a la imagen de la patrona. ¡Cuántas manos hay detrás de todos esos colores! Manos que cuidan, manos que limpian, manos que miman cada celebración.
¡Qué color tan intenso y variado tiene esta fiesta! ‒piensa Cheik ‒, como los vestidos de su país.
Pero a él le ha sorprendido, sobre todo, la música. La que se hace fiesta en melodías, verbenas, conciertos, loas, festivales, danzas, representaciones, anuncios o dianas. La música que se ha convertido en oración en cada celebración de la eucaristía de la mano de tantas voces e instrumentos. La música solemne de las orquestas y de los grandes coros; pero también la música de casa: la de los chicos y chicas de la banda o la que en la sencillez de un templo y con acorde de guitarra se ha colado por los huecos del campanario para inundar la ciudad, como una campana distinta que anuncia gozo y fiesta.
Todas estas melodías son como nanas que calman el dolor, especialmente el de un preso, el de un enfermo interno en un hospital o el de quien, en un cementerio, llora la ausencia de un ser querido.
Es una alegría descubrir a tantas personas haciendo posible tanta nana: responsables políticos, comerciantes, agentes sociales o culturales, párrocos, laicos, … gente de bien. Sí, gente de bien, que arrima el hombro y no espera otra cosa que servir a la vida de los otros.
Pero, quien realmente está detrás de todo es la madre. La que en esta fiesta se ha vestido de color (verde y dorado) y le ha cantado una hermosa nana a la isla de La Palma.
Y Cheik sabe que, de la misma manera que su madre peregrinaba en aquella patera hacia un futuro más luminoso, la madre, la morenita, como también lo llaman a él en el cole, era la peregrina de esperanza, que portaba la pandorga más brillante: su hijo Jesús. Y, levantando la mirada hacia ella, el pequeño dijo «nawari», gracias, a todos, pero especialmente a ella.
José Francisco Concepción Checa
Párroco de El Salvador (Texto leído al final de la eucaristía de despedida de la Virgen de las Nieves)