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El lavatorio de los pies en la cárcel, el amor fraterno con los privados de libertad

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En este Jueves Santo, que reluce más que el sol, la Iglesia universal conmemora el día del amor fraterno y la institución de la Eucaristía. Para comenzar la jornada, el Obispo de Jaén, Monseñor Chico Martínez, ha acudido hasta la Prisión Provincial para celebrar con los internos la Cena del Señor.

Un momento de intimidad espiritual con los privados de libertad que para el Prelado jiennense se convierte en uno de los instantes más conmovedores de toda la Semana Santa.

Poco antes de las 9:30 de la mañana llegaba hasta la Cárcel donde lo esperaban la subdirectora, Dª Cristina Martínez García; funcionarios de prisiones; el Delegado de Pastoral Penitenciaria, D. Domingo Pérez, los capellanes, D. José González y Dª Carmen Fernández; dos seminaristas y un grupo de los voluntarios de esta pastoral que durante todo el año acompañan y alientan a los internos en su estancia en la prisión.

En la pequeña capilla del penal aguardaban los internos que, de forma voluntaria, querían participar en esta celebración litúrgica del Jueves Santo.

Las lecturas han estado participadas por los propios internos y el Evangelio proclamado por el Delegado de la Pastoral, D. Domingo Pérez, en su primera Semana Santa en este servicio diocesano. El pasaje evangélico de San Juan relataba la última cena y el lavatorio de los pies.

En la homilía, Don Sebastián se ha dirigido a los internos para recordarle que cada Jueves Santo se conmemora la institución del sacramento de la Eucaristía, que recuerda que Cristo quiso quedarse, para siempre, entre nosotros, en algo tan simple como un trozo de pan y un poco de vino. “La Eucaristía es la presencia real del Señor entre nosotros”, ha afirmado el Obispo. “Hoy, como en esa Última Cena, Jesús nos recuerda que nos ama tanto que se sigue entregando, que sigue muriendo y resucitando por nosotros, sean cuales sean nuestros fallos morales, nuestros pecados y culpas. Su amor es para todos”. Del mismo modo, Monseñor Chico Martínez, recuerda que ese amor infinito de Jesús también se refleja en el momento del lavatorio. “Jesús sirve a sus discípulos. Les lava los pies y con eso nos quiere enseñar que la grandeza está en el servicio y la entrega. Son los gestos, la acciones con el hermano los que nos llevan a un encuentro con Jesús, un encuentro que no nos deja indiferentes, sino que nos transforma”.

Del mismo modo, el Obispo ha confesado a los internos que esta mañana de Jueves Santo para él es uno de los momentos en los que más disfruta de este tiempo de penitencia y vivencia espiritual, “ya que estar aquí, con vosotros, miraros a los ojos y poderos lavar los pies me hace reconocer en cada uno de vosotros el rostro sufriente del Señor”.

Tras la predicación, el Obispo se ha despojado de la casulla y, como hiciera Jesús, se ha ceñido una toalla a la cintura. Se ha producido un momento de gran emoción y piedad, mientras Don Sebastián lavaba y besaba los pies de algunos internos. Al igual que el Prelado derramaba el agua sobre los pies de los internos, caían lágrimas de emoción por los rostros de los internos, al ver el gesto que, con entrañable amor, ha hecho Don Sebastián con cada uno de ellos.

Tanto los internos como los voluntarios de la Pastoral han vivido con recogimiento la Consagración y han unido sus brazos para rezar el Padrenuestro. Durante la paz se han abrazado los unos con los otros como muestra de fraternidad.

Al finalizar la Eucaristía, Don Sebastián ha querido felicitar a los sacerdotes que lo acompañaban en el día de la institución de la Eucaristía. De igual modo, el capellán, D. José González ha pedido a un interno que entregara una carta manuscrita , dirigida al Papa Francisco y en la que se recoge el apoyo y la oración de los presos por la figura del Santo Padre, después de conocer los ataques que se habían vertido contra él. El Obispo ha trasladado a los presos que se las hará llegar al Papa. Don Sebastián se ha despedido de los internos, y les ha deseado una feliz Pascua de Resurrección, anunciándoles que estará en junio con ellos para celebrar el sacramento de la Confirmación. 

Esta tarde, el Prelado jiennense celebrará la Cena del Señor a las 19 horas en la Catedral, como inicio del triduo Pascual en el que la Iglesia universal rememora la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, nuestro Señor.

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Día del amor fraterno: “Haced vosotros lo mismo”

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Día del amor fraterno: “Haced vosotros lo mismo”

La Semana Santa nos ayuda cada año a comprender el verdadero significado del Amor que Dios nos tiene. Celebrar y traer de nuevo aquellos últimos días de Jesús nos invita a mirar cada año al corazón y preguntarnos si nosotros también queremos formar parte del proyecto de vida que Dios nos mostró a través de su único Hijo. Una vida entregada por completo a la voluntad del Padre, sin restricciones, sin límites, amando hasta el extremo… hasta dar su propia vida por todas y cada una de las personas a las que amaba, incluidas aquellas que lo iban a abandonar o traicionar. Confiando hasta el final.

En estos días vamos a tener de nuevo la oportunidad de contemplar, de muchas maneras, el plan que Dios tenía pensado para hacernos ver, definitivamente, su amor incondicional hacia todos nosotros. Un plan que pasaba por hacerse hombre y caminar junto a nosotros para explicarnos en qué consiste eso del amor, esa fuente de la vida que es capaz de vencer a la propia muerte. El amor que no entendemos y que por ello tantas veces nos cuesta dar. El amor, que aparentemente a todos nos falta y nunca es suficiente. Ese amor, el amor de Dios, es el que todo lo cambia y todo lo renueva.

«Señor ¿lavarme los pies a mí?»

El Triduo Pascual, en el que seguiremos a Jesús hasta la Cruz, y viviremos la gloria de su Resurrección, nos invita a cada uno de nosotros a compartir la mesa con Él, a beber de su cuerpo y su sangre y a celebrar constantemente este gesto de entrega para no olvidar aquello a lo que estamos llamados los cristianos.

Sin embargo, Jesús, durante la cena, se levanta, se despoja de su majestuosidad quitándose el manto, se prepara ciñéndose una toalla y lava los pies a sus discípulos. Jesús se arrodilla, se abaja, no necesita mantenerse por encima de nadie. El Hijo de Dios es capaz de bajar y lavar los pies de las personas a las que ama. De contemplar su dolor, sus sufrimientos, sus pecados, aquello que ensombrece sus corazones… y él se arrodilla, junto a ellos, y los purifica…

Pedro, que aún no entiende el orden en el que Dios comprende el mundo, se rebela, pero la respuesta es clara: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». «Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza», contesta Pedro. El gesto que Jesús hace en el lavatorio de pies es clave en toda esta gran Historia de Salvación de Dios con su pueblo. Nadie puede estar en Dios, con Dios, si no está dispuesto a despojarse de sí mismo, a abajarse, a arrodillarse junto a su hermano y lavarle los pies… Y el cuerpo si hiciera falta.

“El amor de Dios derramado en nuestros corazones” (Rom 5,5)

El Jueves Santo es el Día del Amor Fraterno. Una nueva llamada a dejarnos mirar por Jesús, de rodillas ante nosotros, para lavarnos los pies y acercarnos a compartir la mesa junto a Él. Y una llamada también a hacer nosotros lo mismo. Miremos como mira Jesús, y contemplemos en el hermano que sufre la necesidad de ser también para él, instrumento de ese amor capaz de acompañar, arrodillarse y dar la vida. En quienes viven la soledad no deseada, quienes han tenido que huir de sus hogares buscando una oportunidad de vida, quienes no llegan a final de mes y no sabe qué darles de comer a sus hijos e hijas, quienes no encuentran trabajo y oportunidades de desarrollo, aquellos que sufren la violencia, la guerra, la injusticia… Muchos de ellos pueden ser nuestros propios vecinos, hermanos, familiares… Otros se encuentran lejos pero no por ello su dolor es menor. Necesitan que estemos y les amemos como Jesús amó.

Dios nos ha revelado la verdad, y ha derramado su amor en nuestros corazones. Cada uno de nosotros, amigos de Jesús, seguidores de su Palabra, hijos de Dios, tenemos mucho que ver en esto de servir, de dar la vida por nuestros hermanos, especialmente por aquellos que más necesitan contemplar el amor incondicional que Dios les tiene.

Hagamos nosotros lo mismo.

Ainhoa Ulla

Responsable de comunicación de Cáritas Diocesana

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Comienza el triduo sacro con la Misa de la Cena del Señor

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Comienza el triduo sacro con la Misa de la Cena del Señor

Luis Rueda, delegado diocesano y prefecto de Liturgia de la Catedral de Sevilla, explica en el siguiente vídeo los detalles de una celebración singular, la primera del triduo sacro: los oficios del Jueces Santo. la Misa de la Cena del Señor, con la institución de la Eucaristía y el ministerio sacerdotal.

La Catedral de Sevilla acogerá esta celebración, hoy jueves a las cinco de la tarde, presidida por el arzobispo, monseñor Saiz Meneses.

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Oficios del Jueves Santo, inicio del triduo sacro

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Oficios del Jueves Santo, inicio del triduo sacro

Luis Rueda, delegado diocesano y prefecto de Liturgia de la Catedral de Sevilla, explica los detalles de una celebración singular, la primera del triduo sacro: los oficios del Jueces Santo.

La Catedral de Sevilla acogerá esta celebración, hoy jueves a las cinco de la tarde, presidida por el arzobispo.

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Homilía en la Misa Crismal

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Cada Martes Santo, como es costumbre en nuestra Diócesis, celebramos la Misa Crismal, que adelantada, es para nosotros la Misa Sacerdotal del Jueves Santo, la Misa de la institución del sacramento de la Eucaristía, de nuestro ministerio sacerdotal y en buena parte de la misma Iglesia como comunidad sacramental.

Siempre resulta emocionante esta celebración que nos introduce entrañablemente en la Última Cena, donde contemplamos a Jesús, con la idea inevitable de su muerte inminente. Aquella cena pascual es también para Él cena de despedida, y más profundamente, cena de aceptación y de cumplimiento de la voluntad del Padre.

Es el momento de la revelación máxima del amor de Jesús, manifestado en su muerte prevista y aceptada serenamente, en el amor y en la obediencia, en la fidelidad y en la entrega. En el amor y la entrega de Jesús se manifiesta y se desborda el amor de Dios como realidad absoluta y definitiva.  El amor de Dios, en Cristo y por Cristo, se nos acerca, se constituye fuente de perdón y de vida, de justificación, de fraternidad y de salvación para todos nosotros.

En aquel Cenáculo nació la Iglesia y nació nuestro ministerio como servicio, a la vez hacia Cristo y hacia los hermanos. “Haced esto en memoria mía”: somos memoria viviente de Jesús, instrumentos y cauces de su amor. Hacer “esto” no es sólo repetir materialmente las palabras de Jesús, sino reunir a sus hermanos; buscar a los comensales; hablarles de Jesús; ganarles para la fe y para el amor; invitarles a sentarse a la mesa con el corazón limpio; ayudarles a tomar de la mano del mismo Señor el Pan de vida y el Cáliz de la salvación.

En la Eucaristía está en germen toda nuestra espiritualidad y toda nuestra pastoral. La espiritualidad de la vida sacerdotal consiste en poner nuestra vida entera al servicio de la misión de Jesús, con humildad, autenticidad y diligencia. Nuestra actividad pastoral se resume en preparar los comensales para la mesa del Señor y hacer que el mundo entero viva la nueva Alianza con Dios y lave sus pecados con la sangre, es decir, con la vida y entregada de Cristo.

Por eso, hermanos, nosotros debemos tener un auténtico empeño en vivir la Eucaristía, porque es lo esencial de nuestro día a día.

Debemos pedir: “Dios mío, que yo pueda ser ministro de la Eucaristía, para vivir yo de ella y que los demás vivan de ella”. Fundamentalmente, para eso nos ordenamos, para ser ministros de la Eucaristía. Todo lo demás, la predicación, la visita a los enfermos, la catequesis, las clases, la oración litúrgica…, todo ello no se entiende sin la Eucaristía. No estoy diciendo que todo lo demás sea secundario, sino que hay que entenderlo en función de la Eucaristía.

Queridos hermanos, Dios ha puesto un hermoso tesoro en nuestras manos. Y cuantas veces hemos dicho “un tesoro en un recipiente de barro” (2 Cor 4,7). Por un lado, porque contemplamos la fragilidad de nuestra vida, pero también, por otro, porque somos conscientes de que nosotros y nuestra Iglesia ya no es valorada por un gran sector de nuestra sociedad, e incluso, algunos tratan de arrinconarla y de apartarla de los espacios públicos. El mensaje de Jesucristo “parece” no interesar a muchos. Y, por si fuera poco, nos encontramos con el vendaval de las críticas, en ocasiones fundadas y en otras muchas infundadas, que, de vez en cuando, nos llegan de fuera o hasta de dentro de la Iglesia, y que los medios de comunicación airean con mucha efectividad.

La situación actual de la Iglesia se asemeja a esa barca frágil que navega en medio del mar, golpeada por la tormenta. La Iglesia, en muchos lugares, vuelve a ser una minoría en medio de la masa de población, una pequeña comunidad vulnerable que vive en condiciones de provisionalidad.

Esta situación es una dura prueba, pero contiene también una oportunidad, la de descubrir que estamos llamados a ser levadura en medio de la masa. Esta situación debe llevarnos a entregarnos con más ardor a la misión que el Señor nos ha encomendado. Siendo conscientes, de que ya no se trata, en esta nueva situación, de ir solamente a buscar a la oveja perdida, sino que se trata de dar respuesta al hambre de las noventa y nueve ovejas que están sin pastor y que, si no las atendemos, pueden perderse y adentrarse en las tinieblas del mundo. Reflexión que estamos haciendo junto a nuestros religiosos y laicos en el Plan Pastoral que nos hemos marcado para estos años.

Es verdad que la Iglesia de Cristo se parece más a una humilde casa en medio de un vendaval en el que los fallos y pecados no esconden su pobreza ni debilidad, pero que demuestran que es Dios quien la sostiene. Mi fuerza se manifiesta en la debilidad, dirá el Señor a san Pablo (cf. 2 Cor 12,9a).

La oración que Jesús hizo aquella bendita noche nos lleva a no olvidar que la fuerza de todo evangelizador, de todo pastor, se halla en su comunión profunda con Cristo y con los hermanos. Solo se evangeliza desde la comunión, desde nuestro estar unidos: “que sean uno para que el mundo crea que tú me has enviado” (cfr. Jn 17,21)Unidos al Papa, al obispo, al presbiterio, al pueblo de Dios. Y es desde ahí, especialmente desde la fraternidad sacramental, sintiéndonos una única familia, unidos en el único Pastor, es donde encontraremos las fuerzas para lanzarnos con humidad, pero con valentía y fortaleza a renovar los caminos de la evangelización y revitalizar, por tanto, la fuerza de nuestro ministerio sacerdotal, en nuestra tierra jienense.

Queridos hermanos sacerdotes, las dificultades que encontramos hoy en nuestro ministerio nos están pidiendo a gritos que nos centremos cada vez más claramente en lo que es esencial y lo hagamos con toda la autenticidad de que seamos capaces: tener la Eucaristía como el centro de nuestra vida, unidos íntimamente a Cristo, viviendo la fraternidad como el bastón que da firmeza a nuestro andar.

Y todo ello para anunciar a todos y a cada uno, de manera sincera y convincente, que Dios nos ama como un padre verdadero, y que este amor es la fuente inagotable y la norma universal de nuestra vida.

Este es el anuncio capaz de purificar y consolidar el amor de las familias haciéndolas felices en la fidelidad y en la fecundidad. Este es el anuncio que nuestros jóvenes necesitan escuchar y recibir para descubrir su propia dignidad y no ser esclavos de este mundo. Este es el único anuncio capaz de cimentar sólidamente una convivencia pacífica en nuestro pueblo, en nuestro país, por encima de todas las diferencias, en la verdad y la libertad, en el respeto mutuo y en el amor sincero. Anuncio desde el que han de nacer todos los demás bienes de orden material, cultural o social que la sociedad tiene derecho a esperar de la Iglesia a la que nosotros queremos servir.

En el acierto de este anuncio y en la sinceridad con que lo desarrollemos está el secreto de la eficacia de nuestro ministerio. Por tanto, os pido que, con nuestra verdadera entrega a la voluntad de Dios, viviendo auténticamente nuestro sacerdocio, ayudemos a la gente a creer de verdad en el amor paternal de Dios y a vivir en consecuencia. Sólo así conseguiremos renovar nuestra Iglesia y transformar en profundidad nuestra sociedad. Y, de este anuncio vital, recibiremos también el mejor consuelo y la más firme alegría en nuestro ministerio.

Recordad siempre que esta misión de presidencia y de servicio la tenemos que desempeñar en el nombre del Señor, sin personalismos, sin conflictos ni divisiones, sin desalientos ni cansancios, manteniendo, como Él, la confianza en el corazón humano, que es obra de Dios, y en la permanente actualidad del Sacerdocio único y universal del Señor, al cual hemos sido incorporados.

Por ello, nuestro principal empeño tiene que centrarse en representar lo más exactamente posible la presencia de Cristo, su estilo de vida, su profunda unión espiritual y amorosa con Dios, su servicio generoso y cercano a todos los necesitados, la fuerza iluminadora y vivificante de su palabra, la sinceridad y apertura de su compasión y su misericordia hacia todos los que se nos han confiado. ¡Vivamos en intimidad con Él, compartiendo su mismo proyecto y su mismo pensar y sentir! Fomentándolo en la oración y en la escucha cotidiana de su Palabra.

En esta ocasión solemne quiero agradeceros, en nombre del Señor y de todo el pueblo de Dios, vuestra fidelidad, vuestro trabajo de cada día, vuestra buena voluntad tantas veces manifestada. Pido para que el Señor os conceda fortaleza en la debilidad, contad con mi oración. Yo os pido la vuestra.

Dediquemos un recuerdo a nuestros hermanos recientemente fallecidos, a los ancianos y enfermos que no han podido venir hoy aquí a pesar de sus deseos, a los que padecen cualquier tribulación.

A pesar de la dificultad y de las grandes exigencias de esta tarea, hoy queremos renovar ante el pueblo de Dios nuestros compromisos y deseos de ser los fieles servidores del Señor y de su pueblo en esta vocación que hemos recibido para el bien de nuestros hermanos.

Delante de vosotros, hermanos queridos (diáconos, religiosos, seminaristas y laicos), manifestamos nuestra voluntad sincera de fidelidad y de servicio. Queremos ser fieles a nuestro ministerio, queremos vivir intensamente unidos a Jesucristo para ser los fieles anunciadores y dispensadores de los bienes de la salvación.

¡Rogad por nosotros, ayudadnos con vuestra oración, con vuestra comprensión y afecto! No somos más que nadie. Somos débiles y pecadores como cualquiera de vosotros. Pero, con la gran responsabilidad de ser testigos fehacientes de santidad.

Os pedimos perdón por nuestras deficiencias, por nuestras rutinas y desalientos, por nuestros personalismos y divisiones, por nuestras infidelidades de todas clases.

Unidos todos en torno a la figura de nuestro Salvador, sostenidos y animados por la intercesión de la Virgen María, Madre de Cristo y Madre nuestra, pedimos al Señor que se haga presente poderosamente en nuestras vidas, que nos llene a todos de los bienes del Espíritu y nos haga verdaderos Apóstoles, auténticos servidores de su Evangelio.

+ Sebastián Chico Martínez
Obispo de Jaén

PARA SIEMPRE, por José María Sánchez García

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Una característica que distingue al verdadero amor es esta: es para siempre. En este Jueves Santo así lo aprendemos de Jesús, nuestro Señor. Él cambia el curso de la historia, la lógica del pensamiento, el criterio para ver a los demás y afrontar la vida, desde el amor. Si el epicentro del Evangelio es la celebración de estos días pascuales, de Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, el núcleo de esta experiencia se condensa en el amor, el de Dios a la humanidad manifestado en Cristo.

En el marco, adelantado, de la solemne cena pascual judía, que trae a la mente y al corazón notas de libertad, alianza, dignidad, promesas, Jesús conduce todas estas realidades antiguas a su plenitud. Su entrega sacramental en la institución de la Eucaristía, lugar de su presencia real por antonomasia, en palabras del Concilio Vaticano II, hace presente la acción salvadora de Dios por el amor, un amor que se hace profundamente humano. Imagen de este amor que se hace patente, pues es Jesús mismo quien lo entrega ayer, hoy y siempre, es el sacerdocio ministerial y el mandamiento del amor, la caridad. Lo afirmó S. Juan María Vianney: “el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”. En este Jueves Santo los sacerdotes pedimos que recen por nosotros y nos felicitamos, pues somos conscientes del inmerecido don que Dios nos ha confiado por medio de su Iglesia. El sacerdocio ministerial sostiene la vida de la Iglesia al ser el cauce de la gracia sacramental. Tenemos la encomienda y la gracia de hacer presente a Cristo al realizar en su nombre los sacramentos y guiar como pastores, a imagen del buen y único Pastor, a las comunidades que se nos confían. Esta misión que se traduce en servicio a Jesucristo y a su Iglesia solo puede sostenerse en la oración y en la profunda comunión de vida con Jesucristo; así, nuestra vida expresará lo que llene nuestro corazón sacerdotal, cuya fuente es la Eucaristía. De este amor derramado abundantemente por Jesús para la salvación del mundo, que se hace alimento y se nos da en el pan y el vino eucarísticos, brota como consecuencia un cauce concreto de vida: el mandamiento del amor. Es la intención manifestada por el Señor en el Evangelio: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12). De la comunión con Él se edifica la comunión con la Iglesia, y esta experiencia de nueva fraternidad se extiende a toda la humanidad, con vocación católica, universal.

La imagen que San Juan nos presenta en el lavatorio de los pies es siempre impresionante y una llamada de Jesús: amar a Cristo, como Cristo y en su nombre, contemplando su rostro en cada persona que Dios pone a nuestro lado, especialmente en los más humildes y necesitados. En este Jueves Santo dejemos que Cristo nos enseñe a amar “contemplando su ejemplo para que podamos seguir sus huellas” (1Pe 2,21). Un amor como el suyo: un amor divino que se traduce en lo humano dando la vida, un amor que es para siempre.

José María Sánchez García

Sacerdote y párroco de Adra

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Homilía en la Misa Crismal

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Sr. Obispo auxiliar, querido Cristóbal al que felicitamos por su segundo aniversario de ordenación episcopal; Sr. Deán y Excmo. Cabildo Catedral; Vicarios episcopales; Queridos sacerdotes, Diáconos, religiosos, religiosas, seminaristas, miembros de las Delegaciones y secretariados, queridos todos en el Señor. Me vais a permitir un saludo especial a los sacerdotes de otras diócesis de Macedonia, Colombia, El Salvador, Venezuela y Nicaragua, gracias por vuestro testimonio y por vuestro servicio a esta Diócesis de Canarias que comparten presbiterio con nosotros hoy:

Llamados a evangelizar entregando nuestras vidas

Un año más, en medio de unos días tan especiales, tenemos esta cita importante de la Misa Crismal. Esta celebración no es una celebración privada del clero, sino la que corresponde a todo el pueblo de Dios que estamos esta mañana en nuestra Catedral. Es esta una celebración verdaderamente eclesial, donde la comunidad cristiana asiste a la bendición de los óleos, la consagración del crisma y los sacerdotes renovamos nuestras promesas sacerdotales.

Los óleos que vamos a consagrar tienen que ver con tantos momentos importantes de la vida cristiana. Jesús nos ha recordado en el Evangelio lo que ya había preanunciado el profeta Isaías en la primera lectura. Que hay una buena noticia que se hace bálsamo cuando las heridas de tantos sangran por la falta de paz, de luz, de gracia. Sí, son muchos los corazones desgarrados que piden ser vendados en su soledad, en su incomprensión, en sus miedos, en sus desgracias que mellan y destruyen la esperanza. Esos óleos son los signos de un aceite que nos unge para fortalecer nuestra debilidad, para suavizar nuestras rigideces, para enlucir nuestra oscuridad. Estos óleos nos hablan de la esencia de la Iglesia: la evangelización, o lo que es lo mismo, llevar al mundo la Buena Noticia del encuentro con un Dios vivo, de alguien que viene a curar la ceguera del alma, y a liberar del cautiverio de las mazmorras del mal para abrir a la humanidad la puerta a la libertad de los hijos de Dios.

Y es facilitar ese encuentro lo que nos obliga a todos a trabajar para crecer en sinodalidad o para poner nuestro empeño en el nuevo plan pastoral o para emprender el camino de organizar nuestra Diócesis en torno a las unidades pastorales, que faciliten la evangelización de los alejados.

Es por ello que lo primero que tenemos que hacer todos como pueblo de Dios es estar dispuestos a emprender una conversión pastoral presidida por la pregunta de cómo evangelizan nuestras parroquias. Preguntarnos si como comunidad cristiana estamos despertando a cristianos dormidos, o si estamos ayudando al retorno del hijo pródigo, teniendo abierta nuestras comunidades y las luces encendidas para que muchas personas puedan encontrase con la misericordia de Dios. O si estamos preocupados por recoger al herido de Jericó. Es decir, si en nuestras parroquias se hace presente el HOY proclamado por San Lucas, que con este adverbio nos muestra que no vivimos de unas rentas pasadas que ya caducaron, sino de una nueva gracia que nunca se repite ni se agota cuando es Dios quien la pronuncia y la regala.

No olvidemos que todos nosotros hemos recibido vocacionalmente por nuestro bautismo la misión de ser ministros de esa Buena Noticia, actualizando aquel eterno e incesante “hoy” en el momento de nuestra vida y en la vida de aquellos que nos han sido confiados. Pero aún se puede decir que los sacerdotes y diáconos tenemos una responsabilidad aun mayor por nuestro ministerio que nos identifica de forma especial con Cristo, Sacerdote y Buen Pastor, y nos llama a ser instrumentos de la gracia. Es por ello, que si nuestro ministerio no suscita aquella sorpresa de cuantos fueron alcanzados por el “hoy” de Jesús, entonces seríamos simples funcionarios de una gracia y una palabra que no nos abraza a nosotros por más que la repartan nuestras manos o la prediquen nuestros labios. Por este motivo, en esta Misa Crismal, procedemos a la renovación sincera de nuestra vocación sacerdotal volviendo a decir nuestras promesas ministeriales en presencia de todo el pueblo santo de Dios.

Pienso que para nuestra renovación sacerdotal es bueno recordar unas palabras de Benedicto XVI sobre esta celebración pronunciadas en aquel 2006, primera Misa Crismal que él celebró como Papa. Él decía:

“En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacramental resume todo un itinerario existencial. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación: “Sígueme”. Tal vez al inicio lo seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar marcha atrás: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8). Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos dijo: “No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí”.

Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: “Señor, ¡sálvame!” (Mt 14, 30). Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atravesar las aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasados? Pero entonces miramos hacia él… y él nos aferró la mano y nos dio un nuevo “peso específico”: la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa hacia arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene.

Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él. Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio. Tengamos presente que fue el Señor quien nos impuso sus manos.

Renovemos nuestras promesas sacerdotales pidiéndole al Señor con fuerza que nos haga crecer en esa dimensión evangelizadora. Todos nosotros que, algunas veces, vivimos cómodamente nuestra fe y los sacerdotes, que podemos hacer de nuestro ministerio un “modus vivendi”, sin riesgos notables, como los que tienen muchos bautizados. Tendremos que preguntarnos esta mañana, como hemos escuchado en el Apocalipsis, ¿qué conlleva haber sido redimidos por la sangre de Cristo?

Todos, laicos y sacerdotes, religiosos y religiosas hemos nacido de la sangre derramada del costado de Cristo. Por eso nuestro sacerdocio bautismal lo concebimos como una vida, entregada, dada en alimento, para que todos tengan vida y la tengan en abundancia. ¡Qué gran verdad! Es de esa verdad de donde fluye con más fuerza nuestra entrega en el ejercicio de nuestro ministerio sacerdotal. Y para alcanzar dicha donación, podemos apoyarnos no sólo en la gracia, sino en el ejemplo de entrega y dedicación, sin límites, de muchos de nuestros sacerdotes mayores, algunos en edades muy avanzadas. Damos gracias a Dios y hoy también pedimos por ellos. Igualmente pedimos por aquellos que nos han dejado en este año para unirse a la Jerusalén  Celeste:  D.  Juan  de  la  Cruz  Santiago Sánchez, D. Eusebio García Delgado y D. Juan Marrero Hernández.

Pautas necesarias para la misión

Para llevar adelante nuestra renovación pienso que es importante tener presente algunas pautas concretas que nos ayuden a crecer en diocesanidad y sinodalidad para poder así agrandar nuestra dimensión evangelizadora. De entre todas me vais a permitir señalar algunas.

1.- Hay que evitar caer en la ideología, es decir pensar que sólo mis ideas teológicas, mis experiencias espirituales y mis vivencias pastorales son los únicos caminos para una evangelización eficaz, es esto lo que pensaban los fariseos. Nadie tiene la fórmula mágica de la evangelización y hay que estar abierto al soplo del Espíritu como nos dice Jesús en el evangelio.

2.- Hay que salir de la pereza pastoral o el pecado de la acedia que habla el Papa Francisco en Evangelii Gadium 81-83. Pecado que se traduce en la falta de motivación y la rutina que se instaura en las parroquias o bien convertirlo todo en una planificación humana. Es necesario un renacer espiritual y una renovación de la vida interior, que podríamos traducir en cuánto tiempo estoy ante el sagrario, cuánto tiempo dedico a la Palabra de Dios, cómo preparo las homilías, cómo me llevo con el oficio divino. Es necesario una reordenación del corazón hacia un Dios cada vez más apasionadamente amado. Hay que dar protagonismo a la Palabra de Dios y buscar caminos para que la iniciación cristiana introduzca realmente a los catecúmenos en el misterio de Cristo resucitado (primer anuncio).

3.- Igualmente hay que evitar la tendencia al individualismo o los amiguismos. Siempre están los mismos y no se permiten perspectivas distintas, ni se fomenta la creatividad, ni se abren las puertas a ideas nuevas. Hay que salir de la idea de las propuestas uniformes como si todos debieran estar cortados por el mismo patrón. Frente a esto tenemos que crecer en sinodalidad que significa descubrir el nosotros eclesial. Es buscar la pluralidad de las diversas sensibilidades y ser capaces de armonizarlas en un todo orgánico. Hay que ayudar a las parroquias a salir de la “parroquitis” e introducirse en el ámbito de la comunidad cristiana integrada en la gran comunidad cristiana de la diócesis, cuya razón de ser es ser evangelizadora, favoreciendo el encuentro con Cristo Resucitado, celebrado en la liturgia de los sacramentos. No podemos seguir identificando comunidad social con comunidad parroquial.

4.- Hay que tener presente cada día que el sacerdocio no es una tarea solitaria, sino una experiencia de comunión con el obispo y con un presbiterio al servicio de la misión que no es una lista de tareas que se debe realizar con solvencia profesional, sino algo que afecta a nuestro ser.

Es este un punto fundamental que Francisco abordó en su viaje a Perú.

No existen los francotiradores sacerdotales. La naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia…por ello la eclesiología de comunión resulta decisiva para descubrir la identidad del presbítero, su dignidad original, su vocación y su misión en el Pueblo de Dios y en el mundo (Juan Pablo II, Pastores Dabo Vobis 26)

Es necesario vivir y construir la diocesaneidad, que significa que el sacerdote debe cuidar la relación con el propio obispo, con sus hermanos presbíteros y con la gente de su parroquia, que son sus hijos. El Santo Padre le respondía a un seminarista que “el sacerdote debe ser un hombre siempre en camino, un hombre de escucha y jamás solo: tiene que tener la humildad de ser acompañado” (Audiencia aula Pablo VI del 16 de marzo 2018 a seminaristas y sacerdotes que estudian en los pontificios colegios eclesiásticos de Roma). Es necesario, por tanto, pedir ayuda espiritual y tener un acompañamiento.

También debemos tener claro que nuestra participación en el presbiterio debe ser activa. Se nos pide ser artífices de comunión y de unidad; que no es lo mismo que establecer un pensamiento o un actuar monocolor y único. Significa valorar los aportes, las diferencias, el regalo de los carismas dentro de la Iglesia sabiendo que cada uno, desde su cualidad, aporta lo propio, pero necesita de los demás. Solo el Señor, dirá el Papa, tiene la plenitud de los dones, solo Él es el Mesías. Y quiso repartir sus dones de tal forma que todos  podamos  dar  lo  nuestro enriqueciéndonos con los de los demás. Hay que cuidarse de la tentación del «hijo único» que quiere todo para sí, porque no tiene con quién compartir. Malcriado el muchacho.

Como hemos podido escuchar es necesaria la comunión. No es posible la nueva evangelización si se vive el ministerio como una aventura individual. Es necesario un compromiso eclesial y una vivencia de la fraternidad sacerdotal que implica valorar a todos y estar contentos de la pluralidad de la Iglesia. Es tener claro que todos somos necesarios y todos tenemos un puesto en la labor de cuidar y engrandecer la “viña del Señor”: Él cuenta con vosotros.

Es la fraternidad la que exige que la renovación de nuestras promesas sacerdotales no sea algo privado mío y para mí exclusivamente, sino que, además de ser algo íntimo de cada uno de nosotros con el Señor, es también una renovación para vivir nuestro sacerdocio en esta Iglesia que camina en la Diócesis de Canarias. Es a este presbiterio al que tenemos que unirnos y al que tenemos que aceptar. Es verdad que el obispo no da la talla tantas veces, ni el compañero te comprende. Pero, a pesar de todo, si tenemos claro que el sacerdocio no es algo de nuestra propiedad, sino que es propiedad del Señor y tanto nuestro ministerio, como el del obispo o del hermano, son propiedad del Señor, si tenemos esto claro entonces sí que es posible vivir la fraternidad en Cristo Jesús.

Y hablar de Diócesis nos implica a todos en la pastoral vocacional y en la evangelización, como ponen de manifiesto este crisma y estos óleos que vamos a consagrar. Ellos nos recuerdan a todos, sacerdotes y laicos, que El amor al hombre nos obliga a convertirnos en el “Buen Samaritano” (Cf. Lc 10,25-37).

5.- Hay que evitar la desilusión. Tenemos que estar atentos a la amenaza que supone la cultura en la que nos movemos. Muchos de nuestros hermanos han perdido la alegría y la esperanza. Se aferran al presente visible, porque el futuro está vacío de eternidad y la vida futura no cuenta. De hecho, cuando no se confía en Dios, la esperanza viene dañada y sólo se espera y se confía en el hombre, en sus talentos, en la técnica, en la ciencia, en el poder o en tantos nuevos ídolos modernos, que tiene un horizonte muy corto.

Por una ósmosis ambiental, también este clima penetra en el corazón del sacerdote. De un modo insensible puede darse una atrofia del valor del poder de lo divino y una exaltación del poder de lo humano, haciendo reposar la esperanza en nuestras capacidades y fuerzas y olvidándonos de ponerla en Dios.

Y este peligro se hace realidad cuando nos olvidamos que somos miembros de un presbiterio y cuando, como Pedro, caminando sobre las aguas, ponemos la mirada en nosotros mismos y en nuestras fuerzas. Es ese el gran mal que tenemos que evitar como sacerdotes, pues no hay nada más triste que un sacerdote que ha tirado la toalla, sin esperanza y sin esa pasión misionera que da la unción sacerdotal y que  Jesús nos ha recordado en  el Evangelio, afirmando que hemos sido ungidos para llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Ser pastores supone estar dispuestos a que Jesucristo pueda ejercer “su” sacerdocio por medio de nosotros. Implica renunciar a imponer nuestro rumbo y nuestra voluntad; renunciar a nuestros deseos de llegar a ser esto o lo otro y abandonarnos a Él, para ir donde sea y del modo que Él quiera servirse de nosotros.

Ser Pastores es estar preparados a decir, cada uno de nosotros, con fuerza: AQUÍ ESTOY, indicando con ello que estamos abiertos a que Cristo disponga de nosotros. Consiste en aspirar a poder decir, como San Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (cf Gál 2,20).

Ser pastores conlleva dejarse sorprender cada día por el Señor y tener muy presente que nuestra consagración sacerdotal nos hizo instrumentos del Señor y, por tanto, es Él el que nos va hablando a través de los acontecimientos y de las personas que nos visitan cada día. Así que estemos atentos a la tentación de aburguesarnos en nuestros destinos y mantengamos abierta la puerta a la disponibilidad.

En este punto es necesario recordar las interpelaciones que S. Pablo VI nos hace en la Exhortación “Evangelii Nuntiandi”:

“A estos «signos de los tiempos» debería corresponder en nosotros una actitud vigilante. Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís?”. Y sigue diciendo el Papa: “Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca sin embargo por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible. El mundo exige y espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, desapego de sí mismos y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda” (EN, 76).

En definitiva, estas palabras nos invitan a salir de nosotros mismos y ser instrumentos de la gracia, para que el Divino Médico pueda curar las heridas más profundas provocadas por el pecado. Nos urge al anuncio de la Palabra, abriendo, como decía Francisco a los sacerdotes mejicanos, lugares de hospitalidad de la fe donde puedan vivir la experiencia del encuentro con el Señor aquellos que buscan a Dios. La imagen del Buen Samaritano nos apremia a dirigirnos a las personas, ocupándonos de ellas, de su pobreza o fragilidad, no sólo en lo exterior, sino también a cargar interiormente sobre nosotros y acoger en nosotros mismos la pasión de nuestro tiempo, de la parroquia, de las personas que nos están encomendadas.

Pidamos, por tanto, a la santísima Virgen, Nuestra Señora del Pino, que nos ayude a todos a ser buenos samaritanos y dispongámonos a renovar nuestras promesas sacerdotales pidiéndole a la Santísima Virgen que nos ayude a enamorarnos de la misión y, sobre todo, que no nos deje entrar en el desánimo. Que así sea.

 

+Mons. José Mazuelos Pérez

Obispo de Canarias

La Catedral acogió la Misa Crismal

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El obispo de Canarias, José Mazuelos, ha presidido este Martes Santo, 26 de marzo, en la Santa Iglesia Catedral la Misa Crismal, donde los sacerdotes han renovado sus promesas sacerdotales y se han bendecido los  Óleos y consagrado el Crisma.

La Misa Crismal es una celebración propia del Jueves Santo que, pero en nuestra diócesis, al igual que sucede en muchas otras, se  traslada a este día para facilitar la asistencia de todos los sacerdotes.

En la homilía, el obispo comenzó destacando la presencia de sacerdotes de países como Macedonia, Nicaragua, Venezuela, Colombia o El Salvador.

En la Misa Crismal, os sacerdotes renuevan ante el Obispo las promesas que hicieron el día de su ordenación, se lleva a cabo la bendición de los Óleos y se consagra el Crisma. El óleo es aceite de oliva. En cambio, el crisma es una mezcla de aceite de oliva y perfume. La consagración es competencia exclusiva del Obispo. Dentro del rito de consagración destaca el momento en el que el Obispo sopla en el interior del recipiente que contiene el Crisma (crismera) como signo de la efusión del Espíritu Santo.

El santo crisma y los óleos son llevados a todas las parroquias donde, de un modo solemne y expreso, son presentados, como expresión de unidad, en la Misa Vespertina del Jueves Santo en la que se conmemora la Cena del Señor.

Visita del Secretariado General de la Joc a Canarias

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Durante la semana del 18 al 24 de marzo los responsables del Secretariado General de la Joc han estado de visita en la Diócesis de Canarias para acompañar y conocer mejor la realidad de los jóvenes militantes de nuestra diócesis.
Encuentros con los equipos de vida, momento de retiro y revision del propio trabajo del secretariado, pero también han realizado visita al Semanio Diocesano, al Obispo de la Diócesis, la Emisora Diocesana, etc.
Una visita que terminó celebrando juntos la eucaristía y dando comienzo a la Semana Santa donde los jóvenes militantes en iniciación realizarán una formación centrada en el estilo de vida y celebrando en fraternidad los cultos de la Semana Santa.

Dispensa del ayuno y la abstinencia en el Viernes Santo, si no se puede guardar

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Dispensa del ayuno y la abstinencia en el Viernes Santo, si no se puede guardar

 

El obispo de Guadix ha dispensado del ayuno y la abstinencia del Viernes santo si no se puede observar, pero recomienda otras prácticas de penitencia como la limosna u otros gestos de solidaridad, …

 

Se acerca uno de los días más grandes de la Semana Santa y de todo el año litúrgico: el Viernes Santo. Es un día que nos habla de entrega, de sacrificio, de salvación, y que apunta, gracias a Dios, hacia el Domingo de Resurrección. Es el Misterio Pascual, en el que celebramos que Cristo murió en la cruz por nosotros, para nuestra redención, para salvarnos, para resucitarnos con Él.

Sí, sabemos que es una muerte para resucitar. Pero, a pesar de todo, la Iglesia vive el sufrimiento de Cristo en la cruz con recogimiento, con mucha fe y un sentimiento de dolor profundo por todas las muertes injustas que ocurren aún en nuestro mundo y por el sufrimiento de tantos inocentes. Por eso, el Viernes Santo viene acompañado por una llamada a vivirlo con ayuno y abstinencia. Son prácticas que la Iglesia ha mantenido durante siglos porque nos ayudan a recordar y celebrar la Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo; y, además, sirven como penitencia por nuestros pecados, que nos dispone mejor para una auténtica conversión.

La abstinencia, es decir, no comer carne, es lo que se ha hecho en otros viernes de Cuaresma. El ayuno, – que solo se exige dos veces en el año: el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo- , consiste en no tomar alimento en el inicio del día, para acompañar a Cristo en su sufrimiento, para expresar el dolor que siente la Iglesia y toda la humanidad, y para recordar que a Jesús se le sigue si somos capaces de esforzarnos y de ayunar a todo lo que nos pueda alejar de Él y de los hermanos. También nos recuerda que el Viernes Santo es día de penitencia y de oración.

A pesar de todo, no siempre es posible o fácil vivir este ayuno y la abstinencia, en estos días que son de fiesta o de procesiones para muchos. Así, para quienes no puedan cumplir con esta norma, el obispo ha publicado un decreto por el que se “dispensa del ayuno y abstinencia del Viernes Santo a todos los fieles a los que no sea posible observar esta ley sin grave incomodo”.

Sin embargo, se recomienda que, si no se puede guardar el ayuno y abstinencia, se sustituya esta penitencia por otras prácticas, como la “lectura de la Sagrada Escritura, limosna (en la cuantía que cada uno estime en conciencia), otras obras de caridad (visita de enfermos o atribulados), obras de piedad (participación en la Misa, rezo del Rosario, etc.) y mortificaciones corporales”, recuerda el obispo en el decreto publicado y que se puede consultar aquí:

Mons. Francisco Jesús Orozco Mengíbar,

Por la gracia de Dios y de la Sede Apostólica Obispo de Guadix

DECRETO

La Santa Madre Iglesia convoca a todos sus hijos durante la Cuaresma y, especialmente el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, para vivir comunitariamente un tiempo especial de penitencia y conversión. Para que todos, y cada uno a su modo, «se unan en alguna práctica común de penitencia, se han fijado unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia» (can. 1249 del Código de Derecho Canónico). En la Iglesia universal, «son días y tiempos penitenciales todos los viernes del año y el tiempo de cuaresma» (can. 1250), de manera que «todos los viernes, a no ser que coincidan con una solemnidad, debe guardarse la abstinencia de carne, o de otro alimento que haya determinado la Conferencia Episcopal; ayuno y abstinencia se guardarán el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo» (can. 1251). La ley de la abstinencia obliga a los fieles «que han cumplido catorce años; la del ayuno a todos los mayores de edad, hasta que hayan cumplido cincuenta y nueve años» (can. 1252).

El ayuno y la abstinencia el Viernes Santo tienen una particular importancia y significado, ya que nos ayudan a recordar y celebrar la Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo; además, sirven como penitencia por nuestros pecados que nos dispone mejor para una auténtica conversión. Y así lo ha querido presentar y conservar la Iglesia, a lo largo de los siglos.

Las particulares características de la celebración de la Semana Santa en nuestra Diócesis, especialmente por la participación o asistencia a las múltiples procesiones que organizan nuestras Hermandades y Cofradías, hacen difícil a muchos fieles la observancia de la abstinencia y el ayuno.

Por ello, teniendo en cuenta estas circunstancias, por el presente, y a tenor del can. 87, D i s p e n s o del cumplimiento de dicha ley a todos los fieles a los que no les sea posible observarla sin grave incomodo.

No obstante, teniendo en cuenta la importancia de estas prácticas penitenciales, especialmente en ese día, exhorto a todos los fieles que no puedan abstenerse de la carne y ayunar, a sustituirlas por alguna de las otras prácticas recomendadas por la Conferencia Episcopal Española: «lectura de la Sagrada Escritura, limosna (en la cuantía que cada uno estime en conciencia), otras obras de caridad (visita de enfermos o atribulados), obras de piedad (participación en la Misa, rezo del Rosario, etc.) y mortificaciones corporales» (CEE, DA 13, 2).

Dado en Guadix a veinticinco de marzo de dos mil veinticuatro.

            +Francisco Jesús Orozco Mengíbar, obispo de Guadix

 

 

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